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ETAPA 120 NYANGA-NDENDÉ

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97KM 560+

La tarde anterior no llueve y hasta casi el final de la noche la lluvia de forma tímida no hace acto de presencia. Nos tememos que no pare como hace unos días le ocurrió a una amiga que va diez días por delante y los caminos estaban impracticables. Pero la lluvia cesa y a las 5:30 estamos levantados. El objetivo es llegar a Ndendé en Gabón, pero es mucha etapa y el tiempo y los caminos marcarán el devenir de la etapa.

Cuando salimos la dueña viene adormecida, ha cobrado y piensa que nos vamos sin pagar, pero le hemos dejado el dinero en la mesilla. Dejamos el pueblo atrás y los caminos están bastante secos, buena señal. El cielo está encapotado y cae una llovizna muy suave, que no moja casi, pero caen gotas del casco y el móvil lo guardo porque se tapa la cámara. Los caminos están en buen estado y dejan rodar a casi quince por hora. El camino hasta la frontera tiene pueblecitos desperdigados, en todos los niños salen corriendo y pidiendo balones. Estamos seguros de que algún blanquito con espíritu de Papá Noel, se dedicó a regalar balones y ahora los niños e incluso algunos adultos casi no dicen hola, “balón, balón”. Nos alejamos y seguimos escuchando la palabra a lo lejos. A uno le digo, pero que viajo en bici, de donde quieres que saque ahora balones y se echa a reír consciente de que no podemos.

Una semana antes de iniciar los caminos de tierra hacia Gabón, una alemana pasa por ahí con días de lluvias y un infierno de empujar y tratar de sacar una bici enganchada en el barro. La suerte ha puesto sol durante el tiempo suficiente para que los caminos hayan dejado algún parche de agua, pero nada para lo que esperamos, con lo que disfrutamos del paisaje y sus gentes. El verde a veces roza el extremo, parece una edición ultra saturada de la realidad, pero no, es así. Hace poco más de un mes veíamos llanuras desérticas y ahora el verde se extiende hasta el infinito.

En un momento determinado cruzamos una especie de túnel que forman los bambús. Son como ramos de decenas de varas alargadas que crecen desde el suelo y parecen estructuras arquitectónicas. Esa planta es impermeable y de las más resistentes que hay, no entendemos porque no hay más casas construidas con ellas.

El día es largo y queremos llegar cuanto antes a la frontera, nunca se sabe como serán los trámites y pasado un alto comienzan las casas de Ngongo. Es un pueblo fronterizo y aunque tiene colegio casi no se ven niños. Hay mucha suciedad, basura, agua estancada y apesta a pis. El ambiente es turbio y aunque la gente es amable, no nos gustaría pasar la noche ahí como lo han hecho otros cicloviajeros que nos preceden. Este país es muy latoso en las fronteras, tienen que mirarte el pasaporte cuatro oficinas, inmigración, aduanas, policía nacional y gendarmería. Cuando vamos a la primera oficina no hay nadie, miramos detrás del edificio y hay unas casas donde vive el personal de inmigración, preguntamos si alguien puede atendernos y una mujer en el suelo dice que ahora va alguien. A los diez minutos regresamos y un señor cuelga su ropa que acaba de lavar y nos dice que ahora va alguien. A los veinte minutos un chico nos dice que es hora de comer, son las 11:00 de la mañana que tardarán media hora más. Ahí ya muestro mi malestar, estamos en bici, la lluvia amenaza y no queremos que nos pille con esos caminos y parece que surte efecto, un señor viene y en un minuto sella el pasaporte. África tiene muchos desafíos y occidente tiene mucha culpa de que no avance, pero su actitud tampoco ayuda a ser más diligentes. Cruzamos un río de basura y olores hasta la gendarmería y cinco minutos después sale un señor, que es muy amable, pero muy lento. Cuando nos estamos despidiendo aparece el de aduanas que quiere el papel de la matrícula de nuestra bici y nuestras pertenencias, “es una bici, ¿qué matrícula y permiso quieres?”, se va resoplando, pero se va, parece que somos libres de pasar la frontera, un palo azul oxidado que tapa un camino por el que no pasa nadie. Sale un nuevo policía, quiere su parcela de registro, otros diez minutos. Al final un trámite que en otras fronteras es dos minutos nos ha llevado casi cuarenta. Dejamos ese vertedero de frontera y entramos en Gabón, país número 23 de rumbos olvidados. No entendemos como pueden vivir así, las casas pueden ser humildes, la ropa, su día a día, pero la limpieza del lugar donde vives es tan sencillo como tirarlo en un mismo lugar y aunque sea quemarlo de vez en cuando, pero convivir con ese olor y foco de ratas e insectos no tiene sentido.

Al poco de comenzar Gabón tenemos un registro de pasaporte. No es el lugar donde tenemos que poner el sello, ese está a 48km, en Ndendé. Comprueba que todo está en regla y nos da la bienvenida. Según Vero nos quedan otros cuatro. El cielo se ennegrece al fondo y tratamos de acelerar. El camino está seco y ciclamos bien, pero es camino y las bicis son pesadas con lo que el ritmo es de 12km/h. Hay menos casitas, pero la sensación que da es que el estado es mejor que el que hemos visto en Angola y Congo. La gente nos saluda con la misma alegría.

Los caminos son parecidos, pero a falta de 30km para acabar la etapa comienzan excavadoras y camiones que están arreglando y construyendo la carretera, de momento es camino y por suerte no ha llovido porque esas máquinas dejan unas huellas muy molestas en bici. Como siempre hay muchos obreros trabajando y nos saludan sorprendidos. A falta e 20km parece que la posta está algo mejor, es ya la superficie que precede al asfalto, pero sigue siendo tierra y la lluvia que hemos esquivado los tres días llega de golpe, comienza  diluviar y pasamos por un pueblecito y la gente desde sus casas nos dicen que nos cobijemos, pero ya estamos mojados y preferimos seguir, la temperatura es soportable. El problema es que las bicis que estaban limpias se llenan de barro. Estamos cansados y con ganas de acabar y por fin llega el asfalto en Ndendé. Son las 15:25 y primero tenemos que ir a inmigración, por el camino vemos un sitio con agua a presión para quitar el barro, un lugar para hacer tarjeta de teléfono y un hotel.

La oficina está abierta y una chica recostada sobre la mesa nos recibe somnolienta. Le entregamos el pasaporte y se lo da a un chico que durante un buen rato lo mira, regresa y le dice a ella que tiene que hacer dos fotocopias donde salen los datos nuestros y de la visa. Ella se queda parada mirando la tele hasta que le preguntamos si nos podemos marchar y ya está hecho. “No, tiene que venir el jefe”, tras una conversación absurda difícil de reproducir donde nos dieron ganas de darle un buen bofetón, nos hace ver que hasta dentro de hora y media no viene. Más vale que le preguntamos, pero su idea era que nos quedáramos sentados esperando esa hora y media. Nos vamos a hacer recados, pero nos impide llevarnos los pasaportes, tratar de decirle que son nuestros y que ya regresaremos con su nivel, era perder el tiempo, así que nos vamos a limpiar las bicis, reservar hotel y hacer la tarjeta. A la hora y cuarto regresamos y a los quince minutos baja un señor de un todoterreno, se le ve amable, pero muy funcionario. La chica aún no ha hecho las fotocopias en todo el rato. La cuestión es que tenemos los sellos y podemos marcharnos.

Son más de las 17:30 y aún tenemos que rematar las bicis para quitarle el barro incrustado en piñones y cadena, limpiar alforjas, a nosotros y comer algo. El cuarto es pequeño, apesta a pis y el suelo por nuestro barro está mojado y sucio. Será una noche y obviamos lo que no nos gusta y vamos a lo práctico. Con todo limpio paseamos hasta el mercado. Casi todos los puestos están recogiendo, es de noche y queda una chica que vende arroz con carne. Nos mete dentro del local para poder comer sentados y el lugar con todo apilado, tiene las paredes sucias, el suelo encharcado. Nos centramos en cenar y recuperar energía. Es fascinante como con tiempo llegas a acostumbrarte a la escasez de higiene y salubridad de los hoteles y restaurantes. Después de cenar regresamos con la idea de editar el vídeo y escribir la etapa, pero los dos nos quedamos dormidos antes de las 21:00, aceptamos el cansancio y nos vamos a dormir con la nariz ya adormecida del olor a humedad y baño de fiestas. 

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