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ESTAMBUL

Esta ciudad, la más poblada de Europa, aunque no es la capital de Turquía, se lleva todos los focos y justificadamente. La ubicación entre dos continentes, la sitúa en la historia como un punto estratégico y se refleja en las numerosas civilizaciones que han luchado y conquistado sus calles, desde romanos a bizantinos, otomanos… Bizancio, Constantinopla y definitivamente Estambul se asoma al Bósforo el estrecho que separa el mar de Mármara y el mar Negro.

Llegamos de forma inesperada un día antes porque no podíamos meter las bicis en un tren regular y la posibilidad de meterlas en el maletero del autobús en cuarenta minutos, nos empujó a la aventura  de esta inmensa ciudad. A las 18:00 de la tarde bajamos todas nuestras cosas en el suelo de la estación central y montamos las bicis. “¿Y ahora qué?” sin alojamiento tenemos que pensar rápido. Es día festivo y todo está abarrotado de gente con lo que prestamos más atención a nuestras cosas y decidimos ir en metro a nuestro hotel que nos ha dicho por mensaje que nos ayudará a encontrar algo cerca. Pero para llegar hay que meterse en el metro en hora punta con dos bicis voluminosas y cruzar el Bósforo por debajo. El primer escollo es convencer al de la estación que nos deje pasar, tras un mensaje en turco de “ayúdanos por favor”, abre la puerta, nos deja pasar gratis y su gesto de, a partir de ahora os buscáis la vida. Bajamos hasta el andén y efectivamente no tenemos ni idea de cuál es el nuestro ni a dónde tenemos que ir. Le preguntamos a una mujer y de todas las personas que hay, se baja exactamente en la nuestra. “Seguidme”, “Lütfen, lütfen (por favor, por favor)” y nos hacemos hueco, primer metro superado, nos bajamos en Yenikapi y tenemos que salir de la estación y entrar en otra para ir  la parte asiática de la ciudad. Ahí el encargado nos pide comprar billetes. Nuestra tarjeta no funciona y estamos atascando el paso, un hombre que pasa, saca su tarjeta la marca dos veces, nos da paso y se marcha. Me pregunto cuántas personas en España harían eso por dos extranjeros en el metro.

El andén se va llenando por momentos, cada minuto de espera supone decenas de personas más que llenan las zonas de entrada a los vagones. El metro viene y está atestado de gente, si conseguimos meternos con las bicis es un milagro, pero veo un resquicio en uno de los vagones y le grito a Shei, con las protestas de la gente que se estrellan en nuestra necesidad de superar este trance y con la mejor de las caras acatamos los bufidos.

Ya estamos en Kdikoy, el barrio donde dormiremos cuatro noches. Salimos a la superficie y la ignorancia nos hace dar más vueltas de las necesarias para llegar a un hotel que está a 200 metros. El casero  se desentiende de nosotros y nos dice que hay hoteles cerca, pero su mensaje se diluye con la brisa que viene del Bósforo. Así que nos sentamos a buscar lo más barato en la zona. Al final 50€ y un tercer piso sin ascensor, lo justo para dejar el equipaje, ducharnos y buscar algo de cena que ya es de noche en nuestro primer día en la gran ciudad.

La zona es sofisticada, de esos turistas que dicen que no quieren estar por las zonas masificadas de turismo y que quieren vivir la típico, que van de modernillos y al final todas las calles están llenas de extranjeros, nadie local y restaurantes con aire cosmopolita y poca Turquía. Vamos, gente que tiene un discurso cool que al final se mezcla con cientos de personas cool y nadie local. Con lo que dejamos todos esos restaurantes chick y encontramos un local con dos mesas donde Özcan nos hace un plato de pasta acompañado de un ayran que es justo lo que buscamos.

Al día siguiente amanecemos con la calma, toca hacer algunos recados y hacer tiempo antes de ir a nuestra casa. Lo primero saber si podremos salir en tren de la ciudad y la respuesta es la misma que en Çerkezcoy, que las bicis no entran en el tren, con lo que nos empuja a salir un día antes de Estambul y asegurarnos que podremos llegar a Sakarya el 12. Tras las gestiones toca pelear con nuestro casero para que nos guarde las bicis durante nuestra estancia, después de muchos dimes y diretes, accede, pero su propuesta era dejarlas candadas en la calle. Nos asentamos y esa tarde la aprovechamos para visitar la parte asiática, cerca de Üsküdar. Al salir de la estación entramos en la mezquita Selman Aga. Esta ciudad tiene más de 3000 mezquitas pero algunas son de obligada visita, llegamos justo en el momento en el que un imám canta las oraciones. Es como una especie de trance flamenco que te atrapa. Sentados en una de las esquinas mientras todos se arrodillan y rezan te llena de calma.

El resto de la tarde la aprovechamos para caminar por el paseo marítimo por el que van y vienen miles de personas. Los jardines repletos de grupos con mantas, merendando. Allá donde mires hay gente local y extranjera y por momentos agobia, no estamos hechos para este tipo de turismo de masas. Desde otra pequeña mezquita que da al mar nos sentamos en las escaleras y observamos a pescadores con sus cañas, familias, niños, adultos mientras atardece y el sol se mete por la parte europea. De ahí vamos a cenar una sopa y un plato de hígado que en el cartel parece uno de carne muy sabrosa, pero que en el paladar no lo es tanto.

El segundo amanecer en Estambul lo aprovechamos para hacer gestiones en el hotel y organizar las visitas a la parte europea, concertamos un tour de dos horas por el centro y la visita a tres edificios principales que sale muy cara porque ese año han decidido cobrar y subir los precios, 130€ cada uno para entrar en los tres.

Nos compramos la istanbul kart que te permite ir en todos los transportes a mitad de precio y cruzamos en metro hasta el centro. La estética cambia, así como en el otro lado se veía mucha gente, pero era local, aquí predominan los extranjeros. Cerca de la Mezquita nueva hay calles de tiendas, restaurantes que se suceden uno tras otro sin dejar hueco libre en la pared. En frente está el bazar de las especias, uno se espera un mercado local, pero es un recinto preparado para los turistas con tiendas de dulces, especias y souvenirs que ni siquiera es fotogénico. Desde ahí caminamos hacia la plaza del Sultán Mehmet y comemos en un restaurante donde hay gente local unas köfte (albóndigas especiadas) en bocadillo y llegamos puntuales a la cita. Entre Aya Sofia y la mezquita Azul. Desde ahí nos enseña el lugar donde estuvo el antiguo hipódromo romano, aunque sólo queda el obelisco, ya que el resto es una plaza alargada normal donde poco se puede rescatar de las carreras de aurigas romanas. El guía nos habla un poco de las tradiciones musulmanas, de los edificios que visitaremos al día siguiente, pero para mi gusto, me quedo escaso de información de la historia de la ciudad y parece más un panfleto para que compres las entradas a los edificios.

Nos escapamos hacia el bazar central que es como el de las especias, pero con tiendas de artículos de lujo, millones de turistas por dentro con cara de estar viviendo la experiencia turca, pero que en nada se parece. Salimos para la primera puerta que da opción y nos quedamos con las ganas de encontrar un mercado local que te transporte a los olores, ruidos y sabores de Turquía.

Nos han hablado de la mezquita de Suleiman que está en el alto y lo cierto es que merece la pena. Para haceros a la idea, las dimensiones con sus jardines son como las de un palacio, las del templo como las de una de las mayores catedrales en Europa. Una sola de estas mezquitas sería motivo para desviar la ruta para verla y en esta ciudad hay cientos. La mayoría cuentan con lavaderos donde se limpian antes del rezo, algunos de esos lavaderos suele ser una fuente en la plaza porticada que da a la mezquita con asientos de piedra donde de manera ritual van limpiándose partes del cuerpo. Hay cinco momentos donde llaman al rezo, pero durante todo el día la gente sale y entra para hacerlo. Hemos visitado mezquitas sencillas, pero en estas al entrar una gran sala central te hace diminuto. Una cúpula enorme con más de 40 metros de altura, decorada y de la que baja una lámpara circular enorme que pende a pocos metros del suelo con cientos de bombillas. El suelo enmoquetado alberga a los fieles que rezan donde se sienten más cómodos. Suelen ser luminosas por todas las ventanas que hay en cada una de las cuatro paredes. Una de las paredes alberga la puerta que mira a la meca y hacia la que rezan. Los minaretes desde los que antiguamente llamaban al rezo, tienen unas puertas de salida que también están orientadas  a la meca.

Desde esa mezquita se ve el Bósforo y nos sentamos un rato a ver el paso de ferrys y tráfico que tiene el estrecho. Queremos regresar a casa, que pronto anochecerá. Antes subimos a la plaza Taksim, ahí si que es el lugar de encuentro local, desde la que baja una calle peatonal y comercial que te lleva hasta la torre de Gálata, del siglo XIV para vigilar las murallas de la ciudad y que se levanta como icono en esa parte de la ciudad.

Regresamos en uno de los cientos de ferrys que cruzan el Bósforo. Desde varios puntos de la ciudad se llenan los barcos y en veinte minutos has cruzado un estrecho que ha visto la historia. Así terminamos el segundo día, agotados de caminar.

El último día madrugamos para estar pronto para visitar el palacio Topkapi, Aya Sofía y la cisterna. El Palacio ubicado en la mejor parte de la ciudad es una sucesión de jardines y edificios con cientos de estancias decoradas y donde la ostentación es norma. Caminamos entre cientos de turistas que al igual que nosotros observan maravillados el edificio, pero dudo que sus reflexiones generalmente vayan por nuestros pensamientos. El cúmulo de riquezas, la grandiosidad de estos complejos nos resulta ofensiva mientras a lo largo de la historia millones de personas han muerto a sus puertas de hambre. Algo tiene el ser humano que hace que en todas las civilizaciones se repita la misma consigna jerárquica, donde unos viven como dioses y otros muchos asumen esa autodeidad.

Visitamos Aya Sofía que es una mezquita peculiar porque ha sido iglesia, cristiana, ortodoxa, museo y mezquita. Actualmente y con controversia es lo último desde 2020. Los musulmanes entran en la parte de abajo y los extranjeros sólo arriba pagando 25€. Nadie está contento, es la única mezquita en la que se paga. Dentro las moqueta verde del suelo, con las grandes lámparas negras llenas de bombillas, medallones negros con rezos árabes en dorado protagonizan las esquinas del techo. Las imágenes cristianas no las han borrado, pero las han tapado ya que en el islam no se ven imágenes. La atmósfera es lúgubre, nos recuerda a la de Alexander Nevski de Sofía, y se respira el paso del tiempo, de la historia en ella.

Nos queda la Basilica cisterna, que es como un aljibe gigante con más de 1500 años donde se almacenaba agua y que al bajar desde la superficie te encuentras con una sala enorme de columnas de unos veinte metros de alto con capiteles corintios y que parece una iglesia clandestina donde se oficiaban sacrificios. Pero era en realidad un depósito de agua al que invirtieron más esfuerzo del necesario con las columnas y las decoraciones. Luces que alternan de color aportan ese aura misteriosa al espacio.

Con los tres edificios emblemáticos hemos terminado con la ciudad, recorremos sus calles hasta la mezquita nueva y cruzamos el puente con la torre de Gálata al fondo para despedirnos. La imagen de los pescadores a lo largo del puente con una imagen coreografiada de cañas que suben y bajan es la última instantánea antes de subir al ferry para regresar a casa. Con el ruido de las gaviotas acompañando el barco, la brisa de la historia en nuestras caras dejamos Estambul.

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