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ETAPA 87 MOLAPOWABOJANG-KANYE

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35KM 275+

Aunque es una escuela, es una zona rural en África, los gallos comienzan a despertarnos desde temprano. Aunque es sábado en una escuela, es África y justo ese día han organizado una actividad de deporte y antes de las 6:00 ya hay niños por el cole. Algunos saben que hay dos extranjeros durmiendo en una de las aulas y se les escucha hablar al otro lado de los cristales. La noche ha sido muy ventosa, las ventanas son un conjunto de rectángulos de metal con cristal muy endebles y los sistemas para fijarlos están rotos en la mayoría, con lo que el viento los golpea constantemente, con el miedo a que se rompan los cristales. Al despertarnos vemos que la mayoría de las ventanas tienen los cristales rajados. Las puertas tampoco se sujetan, todas tienen una piedra en el suelo para frenarla, hay decenas de pupitres, a parte de un deterioro evidente, unos son de metal, otros de madera, otros sencillos, otros dobles, el contexto de pobreza se evidencia cuando no hay presupuesto para comprar una remesa igual para todos los alumnos de una sola clase.

Con la mirada desde el otro lado de las ventanas de decenas de niños y niñas vamos recogiendo el campamento, el suelo lleno de polvo y arena casi ha manchado más las cosas que acampar en la reserva y de animales tampoco ha habido escasez, cucarachas, arañas, grillos, algún ratoncillo y muchos mosquitos que nos acribillaron durante la cena. Con casi todo recogido aparece Odirrile, el profesor de informática que nos abrió y ofreció la clase. Nos desea un gran viaje, se queda con nuestro contacto y se marcha con los alumnos a la actividad deportiva.

Afuera nos espera un día nublado, frío y con el viento tumbando plantas. Además, desde el vuelo, andamos resfriados y necesitamos descanso. Aunque la etapa es corta, tenemos ganas de llegar y darle tregua al cuerpo. Antes de salir filtramos algo de agua y nos despedimos de algunas profesoras que se han quedado por el colegio por si algún alumno llega tarde. La gente es muy amable, se acercan, te preguntan que haces. En muchos países de África hacen un ruido cuando les cuentas cosas, en modo afirmativo, de que te están escuchando y cuando algo les sorprende sueltan un “eeehhhh” agudo, tanto hombres como mujeres y es muy gracioso. Por no hablar de que sonríen mucho y esas dentaduras blancas destacan en un rostro alegre.

Salimos a la carretera, el viento hoy va a ser un buen reto, viene sobre todo de costado y te empuja hacia el arcén. La mayoría de la calzada, el asfalto tiene mordiscos en los laterales, el clima, el paso de camiones, el tiempo ha ido rompiendo el asfalto y el arcén va desapareciendo. Eso te obliga a pedalear por la carretera y el viento te empuja hacia un escalón que hay del asfalto a un camino de arena en los laterales. Ya nos habíamos situado en el paisaje africano, pero hoy lo evidenciamos más, acacias, roca negruzca que contrasta con el amarillo de la hierba seca que pastan los animales que andan sueltos. No hay mucho desnivel, pero la carretera ondulada y el viento hacen que las pedaladas cuesten más. Es sábado y no hay mucho tráfico, vamos en paralelo la mayoría del tiempo y con la duda de si ese cielo tan negro dará paso a la lluvia.

El día anterior, uno de los radios de la rueda trasera, el sexto del viaje en menos de 6.000km. Según internet las únicas tiendas de bicis que hay en la zona son las de Gaborone, la capital de Botswana, que ya hemos dejado atrás y al norte y en Windhoek, capital de Namibia que está a tres semanas de viaje. Esto es África, y te encuentras puestos bajo un árbol o casetitas de madera con repuestos de bici desperdigados que te pueden hacer apaños, pero la herramienta para sacar los piñones y un radio de mi medida, seguro que no. Lo milagroso de todo es que a 19km en Lotlhakane, un pueblo de casas diseminadas, de caminos de tierra y animales sueltos, en la “zona industrial”, cuatro barracones seguidos hay uno donde pone “Bicycle factory”. La valla oxidada da paso a un almacén de paredes blancas desconchadas donde se lee el nombre de la empresa pintado en la pared con letras irregulares y medio borradas. Dentro hay cientos de bicis de niños y adultos, ensambladas listas para vender. Varios hombres están sentados en una silla con herramientas en el suelo montando bicis sin parar. Mi preocupación no es quitar los piñones, tengo herramienta, ni el radio, tengo repuesto, es centrar la rueda y darle la tensión exacta para que no se rompan tan fácil, eso es un arte que se gana con la experiencia.

Más vale que tengo herramientas ya que en una fábrica de bicis no tienen ni extractor de piñones no la llave para sujetarlos, por suerte las tengo, pero el último que cambió el radio lo apretó para que nadie pudiera soltarlo. Con un tubo de metal rojo como palanca, entre un hombre fornido y yo no conseguimos que se mueva un milímetro, hasta el punto que me dice que hay una tienda en Jwaneng, a 100km, porque no ve posible soltarlo. Ya tengo la bici ahí desmontada, un lugar real donde poder ajustar la rueda y no sé si encontraré esa tienda y si estará abierta cuando pase, le miro y le digo, una vez más. Venas en la frente, dientes apretados y ¡ras!, aflojamos la tuerca. Sonrisas, palmadas y quitamos los piñones para pasar el radio por el ojal que le corresponde. Me tensa y centra la rueda y ya monto de nuevo todo en la bici como si no hubiera pasado nada.

Son casi las 10:00, tenemos hambre y no hay lugar para comprar nada de comida. Es un poblado sólo con casas, seguro que por uno de esos caminos de tierra hay un puestito que vende de todo, pero no tenemos ganas de ponernos a buscar, le pedimos si nos deja comer en una esquina de nuestra comida y nos acerca dos sillas. Sacamos pan de molde, crema de cacahuete y nos hacemos dos cafés solubles con agua fría. Cuando llevas tanto tiempo viajando en bici cualquier cosa te sabe bien. Disfrutamos de nuestro desayuno y sobre todo descansamos de la paliza que nos ha dado el viento. Entre una cosa y otra se nos ha ido más de una hora ahí. Con las bicis montadas llega un mercedes y sale un chico con una camisa blanca impecable y elegante de rasgos hindúes. Nos saluda y conversamos sobre nuestro viaje. Le preguntamos de donde es, pensando que nos dirá de la India, pero no, su padre es de allí, el ha nacido aquí. Una pregunta lleva a otra hasta que la respuesta de una de ellas es: “esta es mi tienda, ¿necesitáis algo?”, lo cierto es que no, sólo radios de repuesto, pero no tienen de esa medida. “¿Y a dónde vais?”, “a Kanye, hoy etapa corta, a ver si encontramos un lugar barato para pasar dos noches”, “no busquéis nada, yo vivo allí, mi casa es vuestra casa”. Le decimos que no hace falta, que no queremos molestar, pero insiste y aceptamos la invitación. Nos marca en el mapa donde está y se marcha, tiene cosas que hacer.

Así que salimos de nuevo a la carretera, con el radio arreglado y alojamiento para los dos próximos días. Lo mejor es que el viento ha bajado y hace más calor que nos obliga a quitarnos los manguitos y el chaleco. La energía vital sube varios puntos y afrontamos los 18km que quedan con otro talante. Lo curioso es que el cuerpo pide pausa, otros días a esas horas nos quedan unos 50km más y hoy sientes que serías incapaz de hacerlos. La llegada a Kanye es una especie de puerto, lo máximo que hemos subido en las cuatro etapas. La ciudad es grande y cuenta con empresas, centros de investigación, muchos supermercados y sobre todo gente por todos los lados. Nuestra casa está girando en la gasolinera a la izquierda, la sexta, con plantas de plástico. Y ahí está un muro blanco con varias plazas de aparcamiento con árboles artificiales decorando. La puerta corredera está abierta y el coche de Hamza está aparcado, nos recibe una mujer mayor con un vestido colorido y un pañuelo en la cabeza, se llama Khana. La casa es enorme, un pasillo de más de veinte metros con luces de colores, alfombras y jarrones dorados es el vestíbulo que distribuye estancias gigantes. En nuestro cuarto hay una cama enorme en alto, una litera y un armario vestidor con baño. Khana nos da dos toallas de ducha y nos deja. Después de la ducha vamos a una cocina de unos 30m² con una isla en el medio y decenas de armarios del suelo al techo. Khana cocina un arroz con carne para nosotros mientras prepara roti, el pan que comen en la India.

Nos saca una cacerola con arroz a la encimera y nos dice que es para nosotros. Está buenísimo, tenemos hambre y un rato después la cacerola reluce y Khana la mira sorprendida. Recojo los platos y friego todo, las dos mujeres se miran y sonríen, no están acostumbradas a ver a un hombre haciendo labores de casa y menos a un blanco.

Esa tarde descansamos y vamos al super donde se supone podremos comprar una tarjeta de teléfono. En África no es como en Europa, un puesto de madera en mitad de la calle puede hacerte una tarjeta de teléfono. En este caso la compras por menos de un euro en el supermercado y en un puesto que hay dentro la recargan. A veces simplemente te la dan, otras tiene que vincularla a un pasaporte. Sheila ha traído el suyo y lo escanea, pero justo la sim que nos vende está rota. Resulta que no le deja registrar otra con ese pasaporte y no entienden que no hemos registrado nada porque la sim está rota. Una hora después regresamos a casa sin tarjeta.

Hoy Hamza está de boda y llega de noche, nosotros trabajamos en la cocina y nos muestra un pollo que ha hecho Khana para nosotros, él se va a la cama que está cansado y nos desea buenas noches. Si el arroz estaba bueno, el pollo es un manjar. Ese radio se ha roto en el lugar exacto. Nos vamos a la cama flotando de la suerte que hemos tenido. 

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