35KM 275+
Aunque es una escuela, es una zona rural en África, los gallos comienzan a despertarnos desde temprano. Aunque es sábado en una escuela, es África y justo ese día han organizado una actividad de deporte y antes de las 6:00 ya hay niños por el cole. Algunos saben que hay dos extranjeros durmiendo en una de las aulas y se les escucha hablar al otro lado de los cristales. La noche ha sido muy ventosa, las ventanas son un conjunto de rectángulos de metal con cristal muy endebles y los sistemas para fijarlos están rotos en la mayoría, con lo que el viento los golpea constantemente, con el miedo a que se rompan los cristales. Al despertarnos vemos que la mayoría de las ventanas tienen los cristales rajados. Las puertas tampoco se sujetan, todas tienen una piedra en el suelo para frenarla, hay decenas de pupitres, a parte de un deterioro evidente, unos son de metal, otros de madera, otros sencillos, otros dobles, el contexto de pobreza se evidencia cuando no hay presupuesto para comprar una remesa igual para todos los alumnos de una sola clase.
Con la mirada desde el otro
lado de las ventanas de decenas de niños y niñas vamos recogiendo el
campamento, el suelo lleno de polvo y arena casi ha manchado más las cosas que
acampar en la reserva y de animales tampoco ha habido escasez, cucarachas,
arañas, grillos, algún ratoncillo y muchos mosquitos que nos acribillaron
durante la cena. Con casi todo recogido aparece Odirrile, el profesor de
informática que nos abrió y ofreció la clase. Nos desea un gran viaje, se queda
con nuestro contacto y se marcha con los alumnos a la actividad deportiva.
Afuera nos espera un día
nublado, frío y con el viento tumbando plantas. Además, desde el vuelo, andamos
resfriados y necesitamos descanso. Aunque la etapa es corta, tenemos ganas de
llegar y darle tregua al cuerpo. Antes de salir filtramos algo de agua y nos
despedimos de algunas profesoras que se han quedado por el colegio por si algún
alumno llega tarde. La gente es muy amable, se acercan, te preguntan que haces.
En muchos países de África hacen un ruido cuando les cuentas cosas, en modo
afirmativo, de que te están escuchando y cuando algo les sorprende sueltan un
“eeehhhh” agudo, tanto hombres como mujeres y es muy gracioso. Por no hablar de
que sonríen mucho y esas dentaduras blancas destacan en un rostro alegre.
Salimos a la carretera, el
viento hoy va a ser un buen reto, viene sobre todo de costado y te empuja hacia
el arcén. La mayoría de la calzada, el asfalto tiene mordiscos en los
laterales, el clima, el paso de camiones, el tiempo ha ido rompiendo el asfalto
y el arcén va desapareciendo. Eso te obliga a pedalear por la carretera y el
viento te empuja hacia un escalón que hay del asfalto a un camino de arena en
los laterales. Ya nos habíamos situado en el paisaje africano, pero hoy lo
evidenciamos más, acacias, roca negruzca que contrasta con el amarillo de la
hierba seca que pastan los animales que andan sueltos. No hay mucho desnivel,
pero la carretera ondulada y el viento hacen que las pedaladas cuesten más. Es
sábado y no hay mucho tráfico, vamos en paralelo la mayoría del tiempo y con la
duda de si ese cielo tan negro dará paso a la lluvia.
El día anterior, uno de los
radios de la rueda trasera, el sexto del viaje en menos de 6.000km. Según internet
las únicas tiendas de bicis que hay en la zona son las de Gaborone, la capital
de Botswana, que ya hemos dejado atrás y al norte y en Windhoek, capital de
Namibia que está a tres semanas de viaje. Esto es África, y te encuentras
puestos bajo un árbol o casetitas de madera con repuestos de bici desperdigados
que te pueden hacer apaños, pero la herramienta para sacar los piñones y un
radio de mi medida, seguro que no. Lo milagroso de todo es que a 19km en
Lotlhakane, un pueblo de casas diseminadas, de caminos de tierra y animales
sueltos, en la “zona industrial”, cuatro barracones seguidos hay uno donde pone
“Bicycle factory”. La valla oxidada da paso a un almacén de paredes blancas
desconchadas donde se lee el nombre de la empresa pintado en la pared con
letras irregulares y medio borradas. Dentro hay cientos de bicis de niños y
adultos, ensambladas listas para vender. Varios hombres están sentados en una
silla con herramientas en el suelo montando bicis sin parar. Mi preocupación no
es quitar los piñones, tengo herramienta, ni el radio, tengo repuesto, es
centrar la rueda y darle la tensión exacta para que no se rompan tan fácil, eso
es un arte que se gana con la experiencia.
Más vale que tengo
herramientas ya que en una fábrica de bicis no tienen ni extractor de piñones
no la llave para sujetarlos, por suerte las tengo, pero el último que cambió el
radio lo apretó para que nadie pudiera soltarlo. Con un tubo de metal rojo como
palanca, entre un hombre fornido y yo no conseguimos que se mueva un milímetro,
hasta el punto que me dice que hay una tienda en Jwaneng, a 100km, porque no ve
posible soltarlo. Ya tengo la bici ahí desmontada, un lugar real donde poder
ajustar la rueda y no sé si encontraré esa tienda y si estará abierta cuando
pase, le miro y le digo, una vez más. Venas en la frente, dientes apretados y
¡ras!, aflojamos la tuerca. Sonrisas, palmadas y quitamos los piñones para
pasar el radio por el ojal que le corresponde. Me tensa y centra la rueda y ya
monto de nuevo todo en la bici como si no hubiera pasado nada.
Son casi las 10:00, tenemos
hambre y no hay lugar para comprar nada de comida. Es un poblado sólo con
casas, seguro que por uno de esos caminos de tierra hay un puestito que vende
de todo, pero no tenemos ganas de ponernos a buscar, le pedimos si nos deja
comer en una esquina de nuestra comida y nos acerca dos sillas. Sacamos pan de
molde, crema de cacahuete y nos hacemos dos cafés solubles con agua fría.
Cuando llevas tanto tiempo viajando en bici cualquier cosa te sabe bien. Disfrutamos
de nuestro desayuno y sobre todo descansamos de la paliza que nos ha dado el
viento. Entre una cosa y otra se nos ha ido más de una hora ahí. Con las bicis
montadas llega un mercedes y sale un chico con una camisa blanca impecable y
elegante de rasgos hindúes. Nos saluda y conversamos sobre nuestro viaje. Le
preguntamos de donde es, pensando que nos dirá de la India, pero no, su padre
es de allí, el ha nacido aquí. Una pregunta lleva a otra hasta que la respuesta
de una de ellas es: “esta es mi tienda, ¿necesitáis algo?”, lo cierto es que
no, sólo radios de repuesto, pero no tienen de esa medida. “¿Y a dónde vais?”,
“a Kanye, hoy etapa corta, a ver si encontramos un lugar barato para pasar dos
noches”, “no busquéis nada, yo vivo allí, mi casa es vuestra casa”. Le decimos
que no hace falta, que no queremos molestar, pero insiste y aceptamos la
invitación. Nos marca en el mapa donde está y se marcha, tiene cosas que hacer.
Así que salimos
de nuevo a la carretera, con el radio arreglado y alojamiento para los dos
próximos días. Lo mejor es que el viento ha bajado y hace más calor que nos
obliga a quitarnos los manguitos y el chaleco. La energía vital sube varios
puntos y afrontamos los 18km que quedan con otro talante. Lo curioso es que el
cuerpo pide pausa, otros días a esas horas nos quedan unos 50km más y hoy
sientes que serías incapaz de hacerlos. La llegada a Kanye es una especie de
puerto, lo máximo que hemos subido en las cuatro etapas. La ciudad es grande y cuenta
con empresas, centros de investigación, muchos supermercados y sobre todo gente
por todos los lados. Nuestra casa está girando en la gasolinera a la izquierda,
la sexta, con plantas de plástico. Y ahí está un muro blanco con varias plazas
de aparcamiento con árboles artificiales decorando. La puerta corredera está
abierta y el coche de Hamza está aparcado, nos recibe una mujer mayor con un
vestido colorido y un pañuelo en la cabeza, se llama Khana. La casa es enorme,
un pasillo de más de veinte metros con luces de colores, alfombras y jarrones
dorados es el vestíbulo que distribuye estancias gigantes. En nuestro cuarto
hay una cama enorme en alto, una litera y un armario vestidor con baño. Khana
nos da dos toallas de ducha y nos deja. Después de la ducha vamos a una cocina
de unos 30m² con una isla en el medio y decenas de armarios del suelo al techo.
Khana cocina un arroz con carne para nosotros mientras prepara roti, el pan que
comen en la India.
Nos saca una
cacerola con arroz a la encimera y nos dice que es para nosotros. Está
buenísimo, tenemos hambre y un rato después la cacerola reluce y Khana la mira
sorprendida. Recojo los platos y friego todo, las dos mujeres se miran y
sonríen, no están acostumbradas a ver a un hombre haciendo labores de casa y
menos a un blanco.
Esa tarde
descansamos y vamos al super donde se supone podremos comprar una tarjeta de
teléfono. En África no es como en Europa, un puesto de madera en mitad de la
calle puede hacerte una tarjeta de teléfono. En este caso la compras por menos
de un euro en el supermercado y en un puesto que hay dentro la recargan. A
veces simplemente te la dan, otras tiene que vincularla a un pasaporte. Sheila
ha traído el suyo y lo escanea, pero justo la sim que nos vende está rota.
Resulta que no le deja registrar otra con ese pasaporte y no entienden que no
hemos registrado nada porque la sim está rota. Una hora después regresamos a
casa sin tarjeta.
Hoy Hamza está
de boda y llega de noche, nosotros trabajamos en la cocina y nos muestra un
pollo que ha hecho Khana para nosotros, él se va a la cama que está cansado y
nos desea buenas noches. Si el arroz estaba bueno, el pollo es un manjar. Ese
radio se ha roto en el lugar exacto. Nos vamos a la cama flotando de la suerte
que hemos tenido.
