83KM 940+
Sobre el papel es una etapa algo dura, las subidas son tendidas y nuestro desafío son los 58km de desierto sin abastecimiento, pero nos surtimos bien de agua y salimos pronto para evitar los calores. Dejamos ese hotel venido a menos a las 7:30 de la mañana. Los niños y niñas caminan por las aceras de los dos lados del túnel de árboles hacia la escuela. Muchos de ellos saludan a los dos extranjeros que viajan en bici. A los 3km salimos de la protección que nos dan los árboles y llegamos al lago Kairakum. Pasamos por la presa que está vallada para que nadie salte y donde hay garitas con policía a la entrada y la salida. La masa de agua es enorme y el sol bajo refleja en el agua. Parece el mar. Esa acumulación de agua es la culpable de que haya tantos campos en esta zona de Tayikistán y tenga un buen abastecimiento de comida por los cultivos. El resto de Tayikistán con un 90% montañoso sufre más la geografía y tienen que importar mucho de lo que comen. Miramos el agua con deseo, desde hace casi un mes que no nos damos un baño en condiciones, desde que nos sumergimos en el mar Caspio y no sabemos cuando será la siguiente.
A los 9km nos desviamos hacia Shaydon y el fabuloso asfalto que habíamos tenido desde la frontera con Uzbekistán desaparece de golpe y aparece una carretera llena de agujeros y parches. Esperamos que sea ese pequeño ramal hasta Yangikishlak, un pueblo pequeño que será nuestro último abastecimiento. Tenemos ocho kilómetros con viñedos a los dos lados y en los arcenes hay grupos de mujeres vendiendo uva. Paramos a hacer fotos a unas de ellas y al preguntarles el nombre de la fruta se llama Vinagra, etimológicamente tienen ellos la palabra más cerca al uso que nosotros. Aunque nos negamos nos regalan una bolsa con diferentes clases de uva y tenemos que frenarles para que echen más. El problema es que con los baches a la siguiente parada tenemos mosto en la bolsa y la desperdiciamos.
Ese trozo de carretera que conecta con el pueblo entra por las calles y el asfalto sigue en mal estado, “Shei, me temo que si no han arreglado las calles del pueblo, mucho menos lo harán después”. Paramos frente a un pequeño supermercado, hay algo de sombra y queremos desayunar algo y reponer el agua. Desde ahí nos quedan muchos kilómetros sin nada. A punto de poner el culo en un bordillo un señor se acerca y nos pregunta de donde somos, seguido nos dice que le sigamos. Poco más allá hay un restaurante junto a un horno de hace pan. En el horno un chico trabaja sin cesar. “¿qué queréis comer?”, le decimos que tenemos pan con nocilla, pero quiere ofrecernos algo, nos da te y un pan nuevo. Lo cierto que el que llevamos tiene tres días, aunque aguanta bien. Sacamos dos tomates que nos regalaron el día anterior y sobre una tostada caliente que cruje disfrutamos mucho. Te acostumbras a comer pan del día anterior y sobras y un simple cambio es un placer. Nos dan agua y el deseo de un buen viaje, sobre todo cuando les decimos que vamos a Shaydon.
Al salir de la influencia del pueblo el verde y los campos se van borrando poco a poco del cuadro y de repente el desierto. El asfalto no mejora, empeora y además de un perfil suave tendente a subir el ritmo es lento, no podemos pasar de 12km/h esquivando agujeros o con el traqueteo. Hace calor, pero es soportable. Estamos en el noreste del país y hay pocas poblaciones ya en esa zona, hay tráfico, pero escaso y para un día que tenemos de vacación para disfrutar de la conversación tapada por el ruido de los coches y en paralelo, tenemos un gruller que nos obliga a ir uno detrás de otro buscando el camino de baldosas amarillas sin agujeros.
En el único árbol que veremos en todo el día, paramos porque mi rueda está deshinchada. Es probable que el pinchazo del otro día no lo hubiéramos arreglado bien. Hincho la rueda con la esperanza de que aguante por lo menos 30km y así en dos golpes de hinchadas llegar al final sin tener que desmontar todo. La sombra es la sepultura de alguien que por lo menos yace a cobijo. Nos despedimos del micro cementerio y de la única sombra del día y nos lanzamos a esa carretera del infierno. Al rato vemos a muchos trabajadores rellenando con brea los huecos, ¿No será mejor asfaltar de una todo? A los 5km la rueda vuelve a estar baja, ya lejos del árbol toca sentarse sobre la arena. El sonido de los saltamontes volando es como helicópteros en miniatura, los escuchamos pero no los vemos. Al desmontar la rueda, comprobamos la cubierta al detalle hasta encontrar una micro punta que es la causante de pausarnos una etapa que se está haciendo larga, nos queda más de la mitad y es tarde. Conseguimos sacarla con el cortaúñas y ponemos la cámara nueva, ya arreglaremos la otra cuando estemos frescos.
En un momento dado giramos hacia el norte y frente a nosotros aparece una cordillera al fondo que será nuestro paisaje hasta el final. Una pared de roca roja que supera los 1.500m de altitud. La carretera cada vez es peor y las botellas, aunque ajustadas con gomas no paran de caérsele a Sheila y paramos hasta cinco veces a recogerlas. Si el ritmo es de por si lento, esas paradas nos desesperan, no sabemos como ajustar las cosas para que no se lancen al vacío por las vibraciones. La bici de Shei comienza a sonar mucho y no detectamos de donde viene, toca parar de nuevo y uno de los tornillos de la parrilla se ha soltado y a punto estamos de perderlo. Tocará revisar todo en los días de descanso.
Llegamos a un punto en el que la carretera sigue hacia la derecha o un camino de tierra que nos lleva por otro lado pero con 10km menos. El camino va por un antiguo río que tuvo días mejores. Supuestamente era asfalto y llega a una carretera. Nos lanzamos a la aventura y toca empujar bici porque la tierra es muy fina. Por suerte a ratos deja ciclar y llegamos a la supuesta carretera que es un camino con menos arena, pero que puede que sea el remate a una etapa que se está haciendo eterna. Pero no, a los dos kilómetros aparece por arte de magia una carretera, vieja, pero más cómoda que lo que llevamos haciendo. Una recta de 8km hasta Dahana. Al fondo, bajo las montañas, una mancha verde con puntos blancos no cambia de tamaño, permanece igual durante mucho rato. Estamos agotados, pensábamos llegar antes a ese pueblo para comer algo y parar en mitad de la nada bajo el sol no era nuestra idea de descanso. Son más de las 15:30 de la tarde. Hemos quedado hace media hora con la mujer de la cruz roja que va a alojarnos. Le escribimos que llegaremos mucho más tarde. El pueblo crece algo de tamaño, pero poco, tenemos una pájara de cuidado y el escaso porcentaje parece un Everest. Tirando de cabeza entramos en un pueblo de calles de tierra, con muros de piedra que estrechan el paso y donde la gente nos mira sorprendidos. Paramos en el único supermercado que está en lo más alto y que se hace de rogar. Nos sentamos a la sombra, compramos un refresco templado, las neveras en este país calientan en vez de enfriar. Sacamos lo que queda de pan y lo untamos en mermelada. Entra como la gasolina en un depósito vacío. Notamos como la barra de energía sube para afrontar lo que queda. La gente se acerca y pregunta de dónde somos ya dónde vamos. Uno incluso nos ofrece dinero, debemos tener dos caras de cansados terribles.
A la media hora de descanso obligado nos montamos a por los nueve últimos kilómetros. Y estos resulta que son los más duros de todo el día. Un tobogán con rampas que oscilan entre el 9% y el 14% que acaban con nuestras fuerzas. Llegar al proyecto merecía una etapa épica para ser conscientes de lo remoto y necesitada que están estas zonas. Desde lejos uno no imaginaba que esa carretera paralela a las montañas tenía esas subidas. “Venga Shei, dos kilómetros de subida y dejamos la bici por una semana”. Ni eso le motiva, no puede con las pestañas. Para rematar esquivamos un rebaño de ovejas guiado por dos niños de menos de diez años en una cuesta al 15% desde la que veremos Shaydon. Ya está, ¡lo hemos conseguido!, nos damos un abrazo y afrontamos la bajada hasta las calles de la ciudad. Hemos quedado en el teatro, nos sabemos si habrá alguien esperando. Pero ahí esta Mutabar, una mujer de 55 años con la que pasaremos una semana. No habla inglés y con ella va un hombre vestido muy elegante que es profesor en el colegio donde trabaja ella y que habla inglés. Hace de traductor y nos ofrecen ir a comer o a casa. Elegimos casa, queremos ducharnos y descansar algo.
Les seguimos hasta las afueras, ellos van en una pequeña moto. En la casa está el marido, un hombre con gafas, sonriente, grande, con la cabeza rapada y moreno de trabajar en el campo. Esa es nuestra familia durante unos días. Tienen cuatro hijos, pero todos están en Rusia, así que nos adoptan rápido. Nuestro cuarto es una caseta aislada. La cocina y donde duermen ellos es otra. La ovejas, gallinas y el granero están al fondo donde la letrina. Una casa familiar que será nuestro hogar. Tras la ducha, Mutabar nos ha preparado picoteo para que repongamos. Toca descansar y varios días para conocer el arreglo que hemos hecho y la zona.
