Nuestro visado en Angola tiene fecha de caducidad, el 24 de noviembre, es 12 y parece que queda mucho tiempo para cubrir la distancia en bici, pero República del Congo no tiene opción de hacer la visa online y nos vemos obligados a ir de urgencia a la capital para gestionarla, además vamos a conocer un proyecto de barrio y comprar los billetes de ferry para ir de Soyo a Cabinda. Soyo está 400km al norte de Luanda. Con total seguridad no podremos hacer nada de bici hasta que lleguemos al otro lado del río Congo.
Para llegar a Luanda hay que recorrer 900km, no encontramos nadie que nos lleve en furgoneta a un precio razonable y no tenemos otra opción que viajar en autobús. No es que sean incómodos, pero cuanto menos metamos las bicis en maleteros, mejor. Emmanuel, nuestro anfitrión en Lubango nos avisa, el viaje será largo. A las 16:00 viene Armando a buscarnos con su pick up para cargar las bicis y el equipaje para llevarnos a la estación. Al final no hemos podido pasar más tiempo con él, un hombre interesante que combatió del lado del MPLA en la guerra civil, es un héroe nacional al que se le respeta mucho. De camino nos habla de que hace no mucho Lubango era muy diferente, la ciudad ha crecido mucho para mal, no está contento, pero anticipa que Luanda es mucho peor. Nos despedimos con un abrazo en la estación de autobuses. Son las 16:30 de la tarde. Preparamos las bicis en mitad del hangar para cuando llegue el bus, que tarda poco en aparecer marcha atrás. Abren el maletero y negociamos el precio del equipaje, nos cobra 10€ extra por bicis y alforjas. Metemos las bicis de pie atadas a una de las barras y nuestras maletas en una puerta que supuestamente no se abrirá. Subimos al bus y pronto nos ponemos en marcha. Han dicho que serán cuatro paradas antes de Luanda y que llegaremos a las 10:00, nos quedan 17 horas por delante de viaje. Al salir de Lubango hace la primera parada y me bajo de casualidad, en ese momento abren la puerta que no se iba a abrir y comienzan a sacar nuestras bolsas. Llegan carros con cestos llenos de patos y ocas, enormes cajas de plástico con pescado con hielo, bolsas de patatas y cebollas y las van a meter si o si. Toca estresarse, Sheila arriba vigilando los asientos y las cosas que tenemos ahí, yo lidiando con las bolsas y viendo como a lo bestia meten las cajas y empujan las bicis hasta meterlas debajo de un hierro que va a romper los radios, me pongo tenso cuando veo que quieren cerrar la puerta y van a romper las bicis. Consigo moverlas, pero las alforjas siguen fuera. Antes todas juntas, ahora separadas entre las bicis y la bolsa de tela toca el suelo. Cerramos la puerta y subo, supuestamente quedan tres paradas antes de Luanda.
El viaje se hace eterno, paramos más de diez veces, muchas de ellas en mercados en mitad de la carretera, hasta los cuarenta minutos que no sabemos para qué. Por suerte no abren los maleteros y no tenemos que estar pendientes de ello. Oscurece pronto con lo que la noche se hace eterna entre paradas y posturas. La temperatura supera los 24º y sudamos por castigo, pero prefiero eso a un aire acondicionado helador que nos pone al borde del resfriado. Descansamos como podemos y cuando amanece, parece imposible que lleguemos a la hora marcada. Asumimos que el viaje durará mucho más, pero nos interesaba llegar pronto para ir a la embajada del Congo. En África hay que fluir, pero no bajar la guardia y dejarlo todo a la suerte. Cuando entramos en Luanda, hace una parada antes de la estación central y bajo por si acaso. Una mujer tiene una de las cajas de pescado, un chico que cobra por ayudar a sacar las bolsas quiere sacar todas mis bolsas, tengo que marcar territorio y mostrarle que no va a tocar nada y que el ritmo será el mío. Suelto las cincha que las une y aparto las bolsas para que saque el cajón. La bolsa que tocaba en parte el suelo está empapada de líquidos varios. Meto todo y ya veremos al llegar la dimensión que alcanza. Toca otra hora de entrada por la ciudad. Luanda tiene diez millones de habitantes (más población que 24 países de África) y una extensión con el área metropolitana de casi 2.000km2, cuando llegas desde el barrio de Belas al sur y sales por Quinfangondo al norte has recorrido 60km para salir de la ciudad. Con lo que del viaje la ciudad supone un par de horas de tráfico.
Desde que habíamos entrado en África es la primera vez que nos enfrentamos a este caos urbano de atascos, taxis de color azul y blanco, motos, coches, camiones, bocinazos, personas por los arcenes vendiendo comida, transportando chatarra, niños pidiendo, basura, olores. Y eso que Angola no es un país muy poblado, no quiero imaginar el caos de Nigeria con sus casi 200 millones de habitantes.
Llegamos a Gameki, la estación central y toca descargar. Los maleteros son un pequeño avispero donde todos quieren sacar sus cosas ya. Consigo proteger nuestras cosas y cuando se calma un poco voy sacando todo poco a poco y Shei lo amontona en la acera de la estación. Van sacando las cajas y cestas de animales que alguien ha enviado y que al rato vienen en un camión y se los llevan. El suelo del maletero está lleno de líquidos rojizos, cagadas de los animales y un olor intenso que ya se olía desde los asientos durante el viaje. Nuestra bolsa apesta, le echamos agua de nuestra botella y la ponemos al sol mientras esperamos a Milton, un chico que viene a buscarnos. Han sido casi 20 horas de viaje y estamos cansados, pero antes de ir a casa tenemos que ir a por las llaves del lugar donde dormiremos. Nuestro anfitrión es Jaime, un riojano que tiene una empresa de construcción y se ha encargado de gestionar el pozo.
Desde la estación vemos la realidad de una gran ciudad en África, vulnerabilidad evidente. En el campo son pobres, pero por lo menos tienen alimento. La ciudad parece el paraíso de las oportunidades, pero si no consigues trabajo tener techo y comida es un desafío. Por eso se ven miles de personas en la calle muy pobres pidiendo dinero. El centro de la ciudad con los edificios más altos y aparentes está cerca del puerto. Una lengua de tierra se extiende con edificios algo lujosos y al fondo está la casa de Jaime. Un amigo muy rico le ha dejado el piso para vivir con su mujer y tres hijos. Lleva trece años en Luanda y no quiere regresar a Europa. Desde la gran terraza de su casa vemos la línea de edificios de la ciudad. Desde lejos no se aprecia la dimensión de pobreza y si fuera de noche, con las luces parecería una ciudad cualquiera del primer mundo, pero no, el 90% está sin empleo, poco acceso a agua y comida, una realidad muy dura.
Nos da las llaves y pasamos por primera vez por el puerto para preguntar por el ferry de Soyo a Cabinda. Nos dice que el que va de Luanda está operativo y se nos abre el cielo. Llevaban meses sin esa ruta y era un problema para nosotros, tenemos que llegar cuanto antes a Congo porque la visa de Angola se nos acaba. Es jueves y hasta el martes siguiente no se abre el sistema para comprar, tendremos paciencia. De ahí vamos a la embajada del Congo por primera vez, está abierta, pero en recepción no hay nadie. Un hombre dentro sentado en un sillón, por las justas gira la cabeza para mirarnos. Le decimos para hacer la visa y dice que en ese momento no, que volvamos al día siguiente a las 8:00. Nos despedimos con la esperanza de que de tiempo hacer la visa en una semana.
De ahí al barrio donde dormiremos, Maianga, es una zona que está bien y aún y todo Jaime nos dice que de noche no salgamos a la calle. Compramos algo para cenar y ya no salimos de casa porque comienza a oscurecer. Hemos tenido suerte y es un piso de una habitación muy bien cuidado y cómodo.
Al día siguiente a las 8:00 estamos en la embajada, pero la oficina está cerrada. Quizá vengan tarde, preguntamos por el resto de oficinas y están sorprendidos. Hoy hay partido de la selección contra la de Argentina. Han pagado 12 millones de euros para traer a Messi para celebrar el 50 aniversario de la independencia. La gente sin agua, pero el fútbol es más necesario. Por ese motivo la jornada es hasta las 12:00 pero los congoleses han decidido tomarse más fiesta y nos roban tres días más de golpe porque llega el fin de semana. Suspiramos y esperamos que no sea un gran problema. Un chico llega en ese momento a recoger su pasaporte. Tiene que volar el domingo, con absoluta resignación y tranquilidad asume que perderá el vuelo. No creo que yo hubiera reaccionado de la misma manera. Así que aprovechamos para hacer labores de web y lavadoras durante el día. Otra tarde que se esfuma.
Al día siguiente uno de los trabajadores de Jaime, nos lleva a su proyecto en uno de los barrios, Sao Joao, muy humilde donde casi nadie tiene acceso al agua. Han rehabilitado una antigua fábrica de jabón y han creado un lugar limpio y seguro para el emprendimiento local, un lugar donde los jóvenes puedan jugar y no estar en las calles. Bajamos por calles de tierra llenas de basura, casas de ladrillo con techos de uralita, canalizaciones de agua sucia, miradas duras. “Estas calles son medio seguras, pero ni se os ocurra meteros por los callejones hacia adentro”. En la fábrica los baños ya no tienen grifos ni puertas, la gente los ha robado con lo que tiene que ir a una fosa séptica fuera. El generador también y el cuadro de luz también está roto. “Queréis luz, arreglarlo vosotros y aseguraros de que nadie robe nada más, yo no lo soluciono”. Viendo la realidad justo ese día hay unas personas arreglando. No sacan beneficios, todo repercute en el proyecto y si ellos no lo cuidan, Jaime no quiere ceder.
Afuera hay una de tierra y gradas donde unas tuberías enormes sacan agua aparentemente limpia. En los canales de abajo el agua es más sucia porque hay mucha basura. “El agua residual de las cañerías de saneamiento se decanta por las capas de arena y grava y sale por nuestras tuberías limpia, la gente cree que es buena y viene a llenar los cubos para usarla. Dicen que no beben de ella, pero si lo hacen”. Nos muestran esa realidad y no te extraña el contagio de enfermedades. Uno de los de seguridad que es del barrio nos lleva por callejones a un pozo que hay en mitad de las casas de donde cogen agua. La mujer nos dice que es para asearse y lavar ropa… Para llegar caminamos por callejones que huelen a pis y mierda, donde hilos de agua sucia bajan por las calles. Es difícil caminar porque casi todas las calles está rotas, hay mucha suciedad. Los niños juegan en su entorno habitual, con el balón que se moja en esas aguas, con un palo sacando plásticos del agua y tirándolos a la pared, sentados en la tierra. Eso no es vida, seguro que lo saben, pero no les queda otra.
Regresamos a casa, cuando salimos al asfalto parece más civilizado, pero las casas son bloques de ventanas con rejas, pintura con chorretones de agua, sucias, descoloridas. Aires acondicionados oxidados por toda la pared. Aceras con puestos de venta, gente mirando por los contenedores. Da igual si estás en un barrio más seguro o de mejor presencia, un olor a pis es la constante. Lo más duro es que cada esquina tiene un niño que pide dinero, algunos limpian zapatos, otros buscan en la basura, otros deambulan y muchos de ellos van con una botella de plástico vacía. Meten un poco de gasolina y esnifan todo el día. Es como los que huelen pegamento, les quita el hambre, les evade de su realidad, les engancha en la red de la adicción, les consume, les mata poco a poco y les aboca a un futuro muy negro.
El sábado a la tarde de nuevo nos refugiamos en casa. El domingo lo pasamos en casa organizando lo que está por venir. Vienen tres países complicados hasta Camerún, donde google maps está desenfocado, más pobres y con peor infraestructura y sobre todo donde no va a parar de llover.
El lunes temprano vamos a la embajada del Congo, tercera vez. Está abierto, pero la persona responsable de hacer los pasaportes viene casi dos horas tarde. Ponemos nuestra mejor cara, queremos esas visas y nos quedamos sin tiempo. Realmente vale cada una 55€, pero ella dice que en esa oficina valen 85€, nos enseña un papel impreso y tienes que aceptar que vale como oficial. Le damos casi todo en euros y algo en moneda local. Ella quiere todo en euros y no tenemos ahí. De repente dice que es de urgencia y que tenemos que pagar más, le decimos que puede ser para el jueves, pero ya ha entrado en modo estafa y tocará pagar 130€ por cada visa. Las queremos así que pagamos, ahora que nos ha sacado todo lo que puede, le vale la moneda local. Cinco minutos contando veinte billetes, poniéndolos en montones, mareándolos, supongo que sopesando si es suficiente estafa y de repente levanta la cabeza y dice “cerrado, traed los documentos”. Ya está contenta se ha llevada la paga extra. En Lubango había guardias de seguridad que ganaban 20€ en 24 días de trabajo sin salir de la casa que vigilan y esta tiparraca nos ha robado en cinco minutos 150€. El sistema de los estamentos en África está corrupto, el pueblo se muere de hambre mientras ellos se llenan los bolsillos.
De ahí nos vamos al ferry a ver la actualización de nuestros billetes. La chica nos ha escrito por whatsapp para reservar los billetes, nos pide los datos y que nos acerquemos a dejarlos pagados, así que primero a casa, la de la embajada nos ha dejado pelados, cogemos dinero y de nuevo hasta el puerto para dejar la reserva hecha y asegurarnos el ferry. Cuando llegamos nos dice que ahí no han salido los billetes en el sistema y que no se puede reservar. Casi la matamos, nos ha costado dos taxis y más de una hora danzando por Luanda. “Venid mañana a las dos de la tarde que habrán salido y así los compráis”. Aprovechamos esa tarde para irnos a la playa. El paseo si entrecierras los ojos parece de una ciudad costera de nivel, pero cuando los abres de verdad ves a niños pidiendo, algo de basura por los costados, el agua sucia y las casas entre los edificios de cristal están medio derruidas. Hace mucho viento y cuando llegamos a una de las playas el mar está muy revuelto. Cientos de personas se encuentran en las orillas jugando, somos los únicos blancos y los niños se nos acercan a pedir dinero. No es seguro bañarse en condiciones, pero dudo que muchos de los que están ahí sepan nadar y por eso nadie avanza más de cinco metros hacia dentro, con lo que la orilla está abarrotada de gente. Quiero decir que me he bañado en el Atlántico africano y me doy un chapuzón, el agua está sorprendentemente buena. En todos los sitios que me he bañado en el viaje el agua siempre ha estado caliente. El calentamiento global es un hecho.
Con la anécdota de la playa en el bolsillo regresamos a casa, está a punto de anochecer. Hay una aplicación como la de uber, que los precios son como la bolsa, a veces vale 600 y otras casi siete veces más!! Esta vez el precio es aceptable y nos vamos en taxi. Nos refugiamos en casa. Estos días hemos tenido cocina en condiciones y hemos comido verduras, carnes, frutas para recuperar nutrientes y a la vez kilos. En casi tres semanas de parón la tripa ha crecido bastante.
Es martes por la mañana, hoy supuestamente nos dan los pasaportes y compramos los billetes para el ferry, todo parece encarrilado. Durante la mañana hacemos labor de oficina y a las 11:30 vamos caminando hacia la embajada con espíritu positivo. Al llegar está abierta y la chica que nos atendió está en una sala de dentro charlando con un vaso de agua como si no hubiera nadie fuera esperando (cinco personas con nosotros), sale con calma, atiende despacio y al rato nos llama y nos da los pasaportes en mano, algo que podía haber hecho nada más salir porque le ha llevado tres segundos. Salimos contentos, ya tenemos la última visa que nos faltaba, sudor y euros, solamente. Antes de ir al puerto buscamos una tienda donde comprar cinta americana, la nuestra se está acabando y es muy útil. Hay una tienda de construcción y bricolaje que parece que nos hemos teletransportado. Tenemos suerte y encontramos las dos cosas que buscamos. El dueño es blanco y charlamos con él de lo que estamos haciendo. Le mira a la cajera y le dice que nos haga descuento. 34€ por un rollo de cinta americana, la visa no funciona y pagamos en metálico. Al salir nos damos cuenta de que nos quedamos sin pasta para los billetes y tenemos que claudicar, es carísimo, pero necesitamos devolverla. Le explicamos que necesitamos ese dinero y el hombre nos regala la cinta, mi ayuda para vuestro proyecto, así que felices nos vamos con la recompensa.
En el puerto el sistema sigue sin subir los billetes y tenemos que hacer tiempo comiendo algo en un supermercado cercano. Cuando estamos a punto de dar el primer bocado nos escribe un mensaje de que ya está, así que engullimos y vamos ligeros. La cara de la chica no augura nada nuevo, el ferry se ha roto y esa semana no hay de Luanda a Cabinda. Esa circunstancia suponen muchos inconvenientes. No tenemos otra que ir a Soyo como sea y pasar de ahí a Cabinda. Pero los billetes se acabaron ayer. Nuestra cara lo dice todo, tenemos que pasar si o si. Ella se hace cargo y responsable, nosotros íbamos a comprar los billetes de Soyo la semana anterior y nos propuso lo de Luanda. Hace una llamada y nos mete en el ferry no sabemos dónde. De dormir tranquilos en el apartamento y llegar directos a Cabinda a tener que buscar un transporte hasta Soyo un alojamiento y cruzar en ferry. Como un simple hecho puede modificar tanto tu vida.
Toda esa tarde y el miércoles lo usamos para buscar un coche que nos lleve, pero todos han pasado de querer cobrar 70€ a 300€, como dice Jaime “dos blanquitos con bicis son negocio”. No podemos permitírnoslo y hay que ir de nuevo en bus, pero tenemos que reorganizar el equipaje, lavar ropa, hacer compras y el día se nos queda corto. Un chofer de Jaime nos dice que ha hablado con la estación y que habrá billetes y tenemos que ir a las 7:30 para comprarlos y meter las bicis. Dormiremos poco, pero el viaje en bus será largo para recuperar sueño. Nos fiamos, pero estamos preocupados de como irán las bicis en este segundo viaje en bus por Angola. La tarde la pasamos rematando flecos y en despedirnos de Jaime. Último día en Luanda, la siguiente vez que escriba será desde el otro lado del río Congo y ya con la vista puesta en Camerún, aunque para llegar antes tenemos tres fronteras, mucha lluvia y más dudas.